sábado, 28 de junio de 2008

CAVE CANEM *


Me siento a pocos metros de la tumba de mi perro. Lo enterré hace una semana y ha llovido poco. Mejor -pienso-, para que no se moje tanto. Lo visito todos los días, con reconocimiento y una tristeza estrujadora que va menguando. El día de la ejecución, lo recosté a mi regazo mientras le aplicaban el compasivo piquete. En menos de un segundo quedó convertido en un peluche caliente. Y el llanto se apoderó de mí en sucesivas convulsiones, un poco inexplicables si recuerdo no haber derramado una lágrima a la muerte de mi padre: soy una mujer bastante contenida y la distancia atemperó ese golpe.

Como si se tratara de un ser humano, sus pertenencias han ido desapareciendo: la cama en la cocina, la correa, el cazo con agua, su olor, sus ruidos, sus pasos frágiles. Con él quedó sepultada la infancia de mis hijas. En sus juegos, lo llamaban Monsieur Garfiéld y lo obligaban a saltar cruces y oxers como en un campo de equitación. Con las orejas desplegadas se elevaba en el aire y cumplía las órdenes, pero no con mucho gusto. Lo suyo era husmear en el campo en un alborozado e interminable allegro con brio .

Él me puso en contacto con mi animalidad primordial que a menudo, por ignorancia, yo había querido soslayar. Me reconcilió con ella, me hizo amarla, me hizo sentirme orgullosa de la cercanía con su especie: hermano Pik. Este sentimiento de ser una parte tan animal del reino animal había irrumpido con el nacimiento de mis niñas: los temblores del alumbramiento, la contundencia de mi condición de mamífera a mi vez dispensadora de leche me colocó en esta vertiente y, más tarde, él me ayudó a no desviarme. Me reconocí plantígrada, velluda y feroz. Así, quedé mucho más cerca de los instintos que de las abstracciones teológicas y filosóficas.

Es común la idea de considerar a los animales de casa, humanizados, como misteriosos escudos de protección contra males y enfermedades al acecho. Esto no constituye un comprobado hecho científico; se acerca más a la visión infantil de los ángeles. Me gusta pensar que él, con esa irrenunciable vocación de compañía, recibió sobre sí flechas que me estaban destinadas, ahuyentó presencias malignas, limpió las noches de invisibles enemigos, armonizó nuestros ánimos y nuestros corazones, nos dispuso a la transparente risa. En suma, una labor de guerra santa y de lealtad a toda prueba, de samurai doméstico, de un dios pequeño y personal, suave y acariciable.

Por eso me acerco con frecuencia a su tumba. Yace a los pies de un esbelto ficus que ha dado unos diminutos frutos rojos, prendidos de dos en dos a las ramas. Los tomo como una señal de su bienaventurado retorno a la tierra y me caliento al sol y voy desanudando mi tristeza por todas las ausencias y recuerdo su última, húmeda mirada, agradecida y confiada en la muerte.

* Esta inscripción se encuentra a la entrada de una casa en Pompeya, en un mosaico del piso que representa la figura de un perro. Significa ‘Cuidado con el perro’.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

No puedo decir nada más que elogios para este cuento, es de una sensibilidad y realismo que te hacen experimentar en uno mismo las sensaciones de la autora (mi tía). La verdad, es uno de sus mejores cuentos, o el mejor! El estilo de narración y la extención del cuento son la combinación óptima que te provoca leerlo con placer.
Gracias por publicarlo Sol!
Beso

Anónimo dijo...

Me gusto !!! fue triste , cuantos hemos sido complices en la ejecución de nuestras mascotas por evitarles el dolor

Anónimo dijo...

RE LINDO , ME HIZO LLORAR :(, PONE MAS CUENTOS QUE YA LEY TODOS :)

Anónimo dijo...

Ta buena la pagina, felicitaciones!! besos.

Anónimo dijo...

FELICITACIONES!!!TA LINDO

Anónimo dijo...

Bonito cuento un poco triste pero muy interesante desde mi punto de vista, muchas felicidades tiee un futuro prometedor...

Lily dijo...

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