
Te digo hoy, a voz viva, que la soledad de las palabras no es, en estas cuerdas, más aquella
y que el sobrio saludo de los siervos grises de la memoria no es más tal,
y no es más tal ni es más aquella, porque sueles nacer en mi alma, suma de alianza y placer, mujer de mi vida, como el sol cada mañana.
Cuando entregado al sueño percibo en el recuerdo el inocente aroma de tus manos infinitas,
vuelve a mí tu cuerpo retozante, amo de mi alma, poesía envuelta en seda,
y sé así que, como el alba al día o la promesa a la obra,
la voz que emerge de ti basta en mí como preludio de abnegada labor.
Recoge en tu pecho los gestos de mi fe para que en su noble ascenso al rubor de tus mejillas impregnen su esencia del conocimiento inmaculado de cuál es su motivo, cuál su fin.
Ah! diosa coronada, no permitas que sobre tu piel la húmeda expresión de los adioses ice bandera,
en cambio, despierta desde la sangre la firme paz de los sueños tenaces.
Permite que en la escritura de los días albos los versos tengan valor, sonríe;
a veces, puebla tus razones sin razón, y sonríe; que el sueño que te concibe parirá la luz del alma.
Merece entonces poesía aquel hálito divino del cual surge la existencia, que la verdad es libertad, la piel se hace magra con los días, y tú serás feliz, andes de mi sierra, flor de capulí.