domingo, 27 de enero de 2008

Cuando dejé aquel mar...

Vivir para contarla



Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron. Cuando llegamos al pueblo, le explique que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miro seria: “no, su decisión estaba tomada. No podía volver”. Intenté dulzura, dureza, ironía. Ella lloró, gritó, acarició, amenazó. Tuve que pedirle perdón.
Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero es misma reserva era un incisión de la severidad con que se juzgaría nuestro acto. Tras de mucho cavilar me presenté en la estación una hora antes de la salida, ocupe mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el deposito de agua par los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.
El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acercó otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomo un vaso de papel, se acercó al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miró con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió a abrir el depósito. Lo cerré con violencia. La señora se llevo el vaso a los labios:

- Ay, el agua esta salada.
El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al conductor:
- Este individuo hecho sal al agua.
El conductor llamó al inspector:
- ¿Con que usted echó substancias en el agua?
El inspector llamó al policía en turno:
- ¿Con que usted echó veneno al agua?
El policía en turno llamó al capitán:
- ¿Con que usted es el envenenador?

El capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me habló, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: “el asunto es grabe. ¿No había querido envenenar a unos niños?”. Una tarde me llevaron ante el procurador.

- Su asunto es difícil – repitió – voy a consignarlo al juez penal. Así paso un año.

Al final me juzgaron. Como no hubo victimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llegó el día de mi libertad.
El jefe de la prisión me llamó:

- Bueno, ya está libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, porque la próxima le costará caro…
Y me miró con la misma mirada seria con que todos me veían. Esa misma tarde tomé el tren y luego horas mas tarde me encontraba en casa. Al llegar a la puerta, oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de las olas de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en el pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre.

- ¿Cómo regresaste?
- Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que era solo agua salada, me arrojó en la locomotora. Fue un viaje agitado, de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la maquina. Adelgacé mucho. Pendí muchas gotas.

Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos. ¡Cuantas olas es una ola y como puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y el detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacia tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, a ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa a escondidas.

El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sabanas siempre frescas. Si la abrasaba ella se erguía, increíblemente esbelta, como el tallo liquido de un chorro; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas que caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras o se extendía frente a mi, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacia horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en esas aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres latidos ligeros, por mil arremetidas que se retiran, riendo.

Pero jamás llegue al centro de su ser. Nunca toque el nudo del ay y de su muerte- quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como de las mujeres, repropagaba en ondas, solo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez mas lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro… no, no tenia centro, sino un vacío parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiciaba. Tendidos el uno al lado del otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacia humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan limpia que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacia también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por las azoteas. Los días nublados la irritaban rompía los muebles, decía malas palabras, me cubría de insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, a las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mi me parecía fantástica, pero que era fatal como la marea.

Empezó a quejarse de soledad, llene la casa de caracolas y conchas, de pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacia naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundían en sus feroces o graciosos torbellinos). ¡Cuantos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Tuve que instalar en la casa una colonia de peces. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores.

Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, de grandes ojos fijos y boca hendida y dientes carniceros. No sé por qué aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas. Un día no pude mas, eché abajo la puerta y me arroje sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me deposito suavemente la orilla y empezó a besarme, diciendo no sé que cosas. Me sentí muy débil, molido y humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de los ahogados. Cuando volví en mi, empecé a temerla y odiarla.

Tenía descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar a los amigos, y reanudé viejas y queridas relaciones. Encontré a una amiga de la juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre. Mi redentora empleo todas sus artes, pero ¿Qué podía una mujer, dueña de un numero limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante, y siempre idéntica así misma en su metamorfosis incesante?

Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba. Como una vieja rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tiritar toda la noche y sentir como se helaban paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió honda, impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez mas prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con playas ardientes. Soñaba con el polo y en convertirse en un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba, maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas fantasmales. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que tocaba; de ácidos, corrompía lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo, verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba. Huí. Los horribles peces reían con risa feroz.

Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respire el aire frió y fino como un pensamiento de libertad. al cabo de un mes regrese. Estaba decidido, había hecho tanto frió que encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hiel. No me conmovió su aborrecida belleza. La eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que deposito cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

jajaja yo conosco a estos chicos

solackri dijo...

Paaaa este también ,el autor Markito es Octavio paz y el cuento se llama Mi vida con la Ola , me hizo bien recordar algunos libros de infancia.... que mal, que mal , no puedo creerlo , esta bien que Jacqueline siempre me lea 20 mil veces cada cuento , historia , etc. , porque así me doy cuenta si son los autores o no, que lastima que fue tarde , por lo menos así no se hubiera enamorado .

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